Corail
2015-10-02 09:50:31 UTC
Hace casi ocho años que dejó de funcionar el Estrella Costa Verde, como tantos otros expresos nocturnos. Estos días inauguraron la nueva línea de alta velocidad hacia León, como siempre en tiempo pre-electoral, buscando quizá un puñado de votos de gente crédula o, como mínimo, desinformada.
Como en otras muchas cosas, la historia se repite. Nos quitan cosas que ya teníamos y cuando las olvidábamos, nos las vuelven a dar como si fuesen regalos o auténticas innovaciones. Por el camino quedaron otras que teníamos, que nos arrebataron y que no nos devuelven porque costaría mucho dinero, o habría que contratar a más trabajadores.
Lo de contratar a más trabajadores viene al caso porque el ferrocarril especialmente está acusando esta estúpida tendencia de amortizar plazas para poner máquinas en el lugar donde deberían estar las personas. ¿Quién no se ha estremecido al tomar el tren en cualquiera de las estaciones de cercanías más allá de las nueve de la noche?. La soledad, los sonidos de lo desconocido. No estoy hablando de la jungla ni de una isla desierta, sino de cualquier estación de tren.
Siendo un niño, y luego no tan niño, pensaba que lo más importante de "mi" expreso Costa Verde estaba en la tecnología japonesa de su máquina, en los colores verde oliva de sus coches de viajeros y furgones o, sobre todo, dentro de los reputados y prestigiosos coches camas, con sus colores azules oscuros y amarillo real.
Cualquier viaje en un expreso suponía una experiencia intensa. A veces era mucho más divertido lo que vivía en el interior de aquellos trenes, que lo que luego veía o hacía en los lugares de destino. El tren era una auténtica máquina del tiempo, un transporte a otra dimensión paralela, un auténtico escape a mi realidad.
Salir de la estación de Chamartín era el comienzo del ritual y sus escaleras hacia los andenes parecían la puerta de "stargate", porque dejabas la ciudad, sus ruidos y sus defectos. Al bajar esas escaleras el sonido iba cambiando y de pronto te encontrabas esos auténticos mastodontes. Miles de toneladas que reposaban pacientemente contemplando el trasiego de viajeros, de sus acompañantes (que antes podían ir a despedirse hasta el mismo tren) y del incansable tráfico de tractores "Fenwick" que arrastraban pequeñas vagonetas de aeropuerto cargadas de maletas, porque antes también podías facturar los equipajes como en los aviones.
El momento de la salida era igualmente ceremonioso. Un ferroviario impecablemente uniformado y ataviado con la gorra de Jefe de Circulación, aparecía de la nada y caminaba majestuoso y tranquilo hacia la máquina. Cuando los viajeros le veían se incrementaba la intensidad de las despedidas, brotaban los recados de última hora, se aceleraban los empujones de los acompañantes que habían dejado sentada a la abuela y se disponían a abandonar el tren para no irse de viaje con ella por descuido.
El Jefe le entregaba algún boletín de última hora al Maquinista, miraba su reloj, se aseguraba que el de la estación marcase la misma hora exacta, levantaba su linterna verde y soplaba en su silbato de metal de dos tonos. El pitido era fuerte y se oía desde cualquier parte del andén, pero luego contestaba la máquina con un mugido estruendoso y magnífico, que no solo se oía desde el andén, sino desde toda la estación.
Estamos tan acostumbrados a la aceleración de los trenes de ahora que nos cuesta recordar cómo iniciaba el movimiento cualquier tren expreso. La arrancada era tan suave que solo te dabas cuenta de que tu tren ya caminaba porque veías moverse el escenario de tu ventanilla. De hecho, si enfrente había otro tren parado, daba la impresión de que era éste el que se había puesto en marcha en el sentido contrario.
Sin parar a pensar en otra cosa, el tren avanzaba furtivamente por los andenes. Tan silencioso y discreto que lo único que oías eran los gritos de despedida, los llantos de algún enamorado y las carreras de los niños que competían inútilmente por correr más que el tren, mientras provocaban la reprobación de otros viajeros que trataban de capturar esos momentos como si no se fuesen a volver a repetir jamás.
Al terminar los andenes el tren se reivindicaba como el más ruidoso y lo hacía con un auténtico concierto de golpes, chirridos y ruidos de juntas, mientras negociaba su paso por un mar de vías, desvíos, cruces y luces de colores. Pero a pesar del escándalo, el interior del tren parecía flotar.
La velocidad aumentaba porque los trenes de la noche también corrían. La velocidad comercial era baja por la duración de las paradas y porque debía realizarlas, pero salías de Madrid a una buena velocidad y cuando pasabas de Pinar de las Rozas a Las Matas, podías comprobar que a muchos coches que circulaban por la carretera de la Coruña, les costaba mantener la velocidad del tren, que de nuevo surcaba las vías en silencio. Tanto silencio que con las ventanillas abiertas (si, si... antes se podían abrir), solo oías el ruido de los automóviles y camiones.
En poco tiempo te ponías a subir por la montaña hacia Ávila. Pasando de Villalba de Guadarrama podías considerar que habías salido de la zona de influencia de la ciudad. Entonces te llegaba el olor del romero y del tomillo, la temperatura comenzaba a acusar un buen descenso y el tren volvía a hacerse dueño de sus sonidos.
Pero los viajeros pronto comenzaban a olvidar sus respectivos viajes porque dentro de aquel convoy, el sueño iba venciendo a todos. Sin nada que temer, sin sobresaltos, anhelando las experiencias en el destino de sus respectivos viajes, los ahora llamados "clientes" se dejaban vencer por el cansancio.
Los sueños quedaban desperdigados por la meseta castellana, arrullados por el movimiento de los carruajes, cruzando las llanuras cubiertas por un mar de escarcha, parando en lugares que solo quien debía bajar del tren conocía y quien se despertaba accidentalmente, trataba de deducir por su experiencia y en base a las pocas evidencias que se podían ver desde las ventanillas.
El único punto malo del expreso es que normalmente te quedabas sin ver el paso por el puerto de Pajares. De noche tampoco había mucho que mirar, salvo el Maquinista, claro.
El amanecer, al menos en los coches camas, solía tener la forma de un telefonillo beige con una lucecita azul, que sonaba de forma estridente. Al despertar identificabas una cama, una habitación, pero hasta que no sonaba algún golpe de bridas metálicas o un pitido no te hacías a la idea de que aún seguías dentro del tren.
Asturias solía amanecer triste y neblinosa. Era un contraste con el clima de la salida de Madrid, soleado, seco y casi siempre caluroso. Pero el interior de la habitación era cálido, sereno y confortable.
Al descolgar el telefonillo, el conductor de Coches Camas solía decirte cuánto faltaba para llegar a tu estación y en cuanto se aseguraba de que lo habías entendido colgaba y te dejaba con la palabra en la boca. En cuanto oías sonar el telefonillo de la habitación contigua te percatabas del motivo.
Tras lavarte (o ducharte si ibas en un coche camas con duchas) y vestirte, al menos yo solía sentarme en la cama mirando por la ventana los últimos compases del viaje. En esa última parte del recorrido el expreso ya empezaba a parecer un tren normal y solo el olor de la ropa de cama usada te recordaba que aquello había sido tu habitación hacía solo unos minutos.
La llegada era también majestuosa, pausada, la deceleración era parecida a la aceleración de la salida de Chamartín, pero al final un gran chirrido a coro entre todos los vehículos y una pequeña sacudida anunciaban que ya habíamos llegado. Recuerdo que muchos viajeros solían invadir el pasillo con sus maletas varios minutos antes de llegar y que el conductor de Coches Camas solía ser quien abría la puerta y quien la bloqueaba para impedir que alguno de ellos se tirase del tren por pura impaciencia.
Recuerdo bajar del tren y despedirme en silencio del coche que había sido mi hogar durante esa noche. Imaginaba el contraste de la noche anterior y de la mañana siguiente y lo único que no había cambiado era el tren. Una leve capa de lluvia era lo que solía apartarme del expreso, al que volvía a conjurar para hacer algún viaje en el futuro.
Hoy me lamento del error que cometí fijándome solamente en el tren, porque aún quedan por suerte algunos de estos coches y de estas máquinas, correctamente mantenidos y custodiados, pero el auténtico espíritu del expreso estaba en las personas que lo hacían posible...
Ahora, que lo fácil es hablar de alta velocidad, ahora que parece que el Ave es lo único importante en el ferrocarril, querría recordar a todos esos FERROVIARIOS que hicieron posible todos los viajes que hice. A los Maquinistas, que trabajaron durante las horas de la noche, mientras los viajeros dormíamos, al Interventor, que se aseguraba de mantener el orden en el interior del tren, a los Conductores de Coches Camas, con sus uniformes y gorras marrones, que ejercían de conserjes de hotel, asistentes de viaje e, incluso de camareros... Pero no solo ellos...
Los visitadores, los Factores y Jefes de Circulación, los mozos de equipajes... Todas estas categorías que ya no existen, o que han visto profundamente alteradas sus funciones. Hacían más humanas las estaciones y las relaciones entre los viajeros y la Empresa. No hacía falta ninguna contrata espúrea para nada.
Tengo que agradecer la comodidad y calidad del servicio también a los mecánicos, a los responsables de mantenimiento, a quienes se esforzaban por que todo funcionase como tocaba y que además estuviese limpio y listo. Dicen que no hay mejor forma de echar algo de menos que cuando te falta... Los últimos años se redujeron las partidas de mantenimiento y el interior de los trenes Estrella se degradó de forma preocupante. Solo cuando ves lo que ocurre cuando alguien no está ahí para arreglar algo, valoras su trabajo. Hoy se diseñan los interiores de los trenes para que sea más fácil y barato mantenerlos. No importa que ahora los asientos sean más incómodos, que no haya cortinillas para quitarte el sol o que ya no pises suelos de moqueta.
Pero sobre todo querría agradecer mucho lo que pude vivir a los antiguos directivos de Renfe, a los políticos que permitieron que el ferrocarril fuese un transporte colectivo con un fin social, a los que estimaron que el bienestar de las personas estaba por encima del beneficio económico, a los que valoraban también el servicio regional, a quienes encomendaban al tren el transporte del correo, de los paquetes... en definitiva, a quienes realmente usaron su poder para tratar de darnos calidad.
Ahora inauguramos nuevas líneas de alta velocidad pero cada vez más gente viaja en autobús o se arriesga a sacar a la carretera un parque de vehículos en mal estado, porque no hay dinero para viajar en AVE.
Nos dejamos asesorar por oportunistas que ofrecen soluciones para canalizar la pérdida de mucho dinero público y ya ni nos escandalizamos cuando se cierran líneas, se suprimen servicios o se nos quitan prestaciones que se nos habían ofrecido.
Pueden quitarnos lo poco que nos queda de dignidad y seguramente seguirán con esta orgía de la Alta Velocidad a cualquier coste, pero no podrán hacernos olvidar a quienes conocimos otra forma de viajar en tren, con sus suciedades, sus atrasos, sus carencias, sus faltas de diplomacia, sí, pero salvando la diferencia tecnológica y generacional, muy superior al que ahora mismo se nos está dando.
Antes la RENFE era deficitaria y la culpa la tenía el personal (por lo que decían los periódicos). Ahora ADIF sigue perdiendo el mismo dinero, Renfe operadora solo saca beneficios en sus trenes más rentables y trata de ir cerrando el resto. Eso es lo que tenemos hoy.
Adiós, Estrella Costa Verde. Dicen que la historia va por ciclos. Ojalá viva lo suficiente como para volver a ver trenes como los que perdimos en estos últimos 15 años. Ojalá pueda volver a sentir lo que viví en esos trenes, sin tener que seguir tirando de nostalgia. No estoy pidiendo que vuelvan las máquinas de vapor, ni el Orient-Expres, sino los trenes que se crearon para que las personas viajasen... Vivieran donde vivieran.
Perdón por el ladrillo.
Como en otras muchas cosas, la historia se repite. Nos quitan cosas que ya teníamos y cuando las olvidábamos, nos las vuelven a dar como si fuesen regalos o auténticas innovaciones. Por el camino quedaron otras que teníamos, que nos arrebataron y que no nos devuelven porque costaría mucho dinero, o habría que contratar a más trabajadores.
Lo de contratar a más trabajadores viene al caso porque el ferrocarril especialmente está acusando esta estúpida tendencia de amortizar plazas para poner máquinas en el lugar donde deberían estar las personas. ¿Quién no se ha estremecido al tomar el tren en cualquiera de las estaciones de cercanías más allá de las nueve de la noche?. La soledad, los sonidos de lo desconocido. No estoy hablando de la jungla ni de una isla desierta, sino de cualquier estación de tren.
Siendo un niño, y luego no tan niño, pensaba que lo más importante de "mi" expreso Costa Verde estaba en la tecnología japonesa de su máquina, en los colores verde oliva de sus coches de viajeros y furgones o, sobre todo, dentro de los reputados y prestigiosos coches camas, con sus colores azules oscuros y amarillo real.
Cualquier viaje en un expreso suponía una experiencia intensa. A veces era mucho más divertido lo que vivía en el interior de aquellos trenes, que lo que luego veía o hacía en los lugares de destino. El tren era una auténtica máquina del tiempo, un transporte a otra dimensión paralela, un auténtico escape a mi realidad.
Salir de la estación de Chamartín era el comienzo del ritual y sus escaleras hacia los andenes parecían la puerta de "stargate", porque dejabas la ciudad, sus ruidos y sus defectos. Al bajar esas escaleras el sonido iba cambiando y de pronto te encontrabas esos auténticos mastodontes. Miles de toneladas que reposaban pacientemente contemplando el trasiego de viajeros, de sus acompañantes (que antes podían ir a despedirse hasta el mismo tren) y del incansable tráfico de tractores "Fenwick" que arrastraban pequeñas vagonetas de aeropuerto cargadas de maletas, porque antes también podías facturar los equipajes como en los aviones.
El momento de la salida era igualmente ceremonioso. Un ferroviario impecablemente uniformado y ataviado con la gorra de Jefe de Circulación, aparecía de la nada y caminaba majestuoso y tranquilo hacia la máquina. Cuando los viajeros le veían se incrementaba la intensidad de las despedidas, brotaban los recados de última hora, se aceleraban los empujones de los acompañantes que habían dejado sentada a la abuela y se disponían a abandonar el tren para no irse de viaje con ella por descuido.
El Jefe le entregaba algún boletín de última hora al Maquinista, miraba su reloj, se aseguraba que el de la estación marcase la misma hora exacta, levantaba su linterna verde y soplaba en su silbato de metal de dos tonos. El pitido era fuerte y se oía desde cualquier parte del andén, pero luego contestaba la máquina con un mugido estruendoso y magnífico, que no solo se oía desde el andén, sino desde toda la estación.
Estamos tan acostumbrados a la aceleración de los trenes de ahora que nos cuesta recordar cómo iniciaba el movimiento cualquier tren expreso. La arrancada era tan suave que solo te dabas cuenta de que tu tren ya caminaba porque veías moverse el escenario de tu ventanilla. De hecho, si enfrente había otro tren parado, daba la impresión de que era éste el que se había puesto en marcha en el sentido contrario.
Sin parar a pensar en otra cosa, el tren avanzaba furtivamente por los andenes. Tan silencioso y discreto que lo único que oías eran los gritos de despedida, los llantos de algún enamorado y las carreras de los niños que competían inútilmente por correr más que el tren, mientras provocaban la reprobación de otros viajeros que trataban de capturar esos momentos como si no se fuesen a volver a repetir jamás.
Al terminar los andenes el tren se reivindicaba como el más ruidoso y lo hacía con un auténtico concierto de golpes, chirridos y ruidos de juntas, mientras negociaba su paso por un mar de vías, desvíos, cruces y luces de colores. Pero a pesar del escándalo, el interior del tren parecía flotar.
La velocidad aumentaba porque los trenes de la noche también corrían. La velocidad comercial era baja por la duración de las paradas y porque debía realizarlas, pero salías de Madrid a una buena velocidad y cuando pasabas de Pinar de las Rozas a Las Matas, podías comprobar que a muchos coches que circulaban por la carretera de la Coruña, les costaba mantener la velocidad del tren, que de nuevo surcaba las vías en silencio. Tanto silencio que con las ventanillas abiertas (si, si... antes se podían abrir), solo oías el ruido de los automóviles y camiones.
En poco tiempo te ponías a subir por la montaña hacia Ávila. Pasando de Villalba de Guadarrama podías considerar que habías salido de la zona de influencia de la ciudad. Entonces te llegaba el olor del romero y del tomillo, la temperatura comenzaba a acusar un buen descenso y el tren volvía a hacerse dueño de sus sonidos.
Pero los viajeros pronto comenzaban a olvidar sus respectivos viajes porque dentro de aquel convoy, el sueño iba venciendo a todos. Sin nada que temer, sin sobresaltos, anhelando las experiencias en el destino de sus respectivos viajes, los ahora llamados "clientes" se dejaban vencer por el cansancio.
Los sueños quedaban desperdigados por la meseta castellana, arrullados por el movimiento de los carruajes, cruzando las llanuras cubiertas por un mar de escarcha, parando en lugares que solo quien debía bajar del tren conocía y quien se despertaba accidentalmente, trataba de deducir por su experiencia y en base a las pocas evidencias que se podían ver desde las ventanillas.
El único punto malo del expreso es que normalmente te quedabas sin ver el paso por el puerto de Pajares. De noche tampoco había mucho que mirar, salvo el Maquinista, claro.
El amanecer, al menos en los coches camas, solía tener la forma de un telefonillo beige con una lucecita azul, que sonaba de forma estridente. Al despertar identificabas una cama, una habitación, pero hasta que no sonaba algún golpe de bridas metálicas o un pitido no te hacías a la idea de que aún seguías dentro del tren.
Asturias solía amanecer triste y neblinosa. Era un contraste con el clima de la salida de Madrid, soleado, seco y casi siempre caluroso. Pero el interior de la habitación era cálido, sereno y confortable.
Al descolgar el telefonillo, el conductor de Coches Camas solía decirte cuánto faltaba para llegar a tu estación y en cuanto se aseguraba de que lo habías entendido colgaba y te dejaba con la palabra en la boca. En cuanto oías sonar el telefonillo de la habitación contigua te percatabas del motivo.
Tras lavarte (o ducharte si ibas en un coche camas con duchas) y vestirte, al menos yo solía sentarme en la cama mirando por la ventana los últimos compases del viaje. En esa última parte del recorrido el expreso ya empezaba a parecer un tren normal y solo el olor de la ropa de cama usada te recordaba que aquello había sido tu habitación hacía solo unos minutos.
La llegada era también majestuosa, pausada, la deceleración era parecida a la aceleración de la salida de Chamartín, pero al final un gran chirrido a coro entre todos los vehículos y una pequeña sacudida anunciaban que ya habíamos llegado. Recuerdo que muchos viajeros solían invadir el pasillo con sus maletas varios minutos antes de llegar y que el conductor de Coches Camas solía ser quien abría la puerta y quien la bloqueaba para impedir que alguno de ellos se tirase del tren por pura impaciencia.
Recuerdo bajar del tren y despedirme en silencio del coche que había sido mi hogar durante esa noche. Imaginaba el contraste de la noche anterior y de la mañana siguiente y lo único que no había cambiado era el tren. Una leve capa de lluvia era lo que solía apartarme del expreso, al que volvía a conjurar para hacer algún viaje en el futuro.
Hoy me lamento del error que cometí fijándome solamente en el tren, porque aún quedan por suerte algunos de estos coches y de estas máquinas, correctamente mantenidos y custodiados, pero el auténtico espíritu del expreso estaba en las personas que lo hacían posible...
Ahora, que lo fácil es hablar de alta velocidad, ahora que parece que el Ave es lo único importante en el ferrocarril, querría recordar a todos esos FERROVIARIOS que hicieron posible todos los viajes que hice. A los Maquinistas, que trabajaron durante las horas de la noche, mientras los viajeros dormíamos, al Interventor, que se aseguraba de mantener el orden en el interior del tren, a los Conductores de Coches Camas, con sus uniformes y gorras marrones, que ejercían de conserjes de hotel, asistentes de viaje e, incluso de camareros... Pero no solo ellos...
Los visitadores, los Factores y Jefes de Circulación, los mozos de equipajes... Todas estas categorías que ya no existen, o que han visto profundamente alteradas sus funciones. Hacían más humanas las estaciones y las relaciones entre los viajeros y la Empresa. No hacía falta ninguna contrata espúrea para nada.
Tengo que agradecer la comodidad y calidad del servicio también a los mecánicos, a los responsables de mantenimiento, a quienes se esforzaban por que todo funcionase como tocaba y que además estuviese limpio y listo. Dicen que no hay mejor forma de echar algo de menos que cuando te falta... Los últimos años se redujeron las partidas de mantenimiento y el interior de los trenes Estrella se degradó de forma preocupante. Solo cuando ves lo que ocurre cuando alguien no está ahí para arreglar algo, valoras su trabajo. Hoy se diseñan los interiores de los trenes para que sea más fácil y barato mantenerlos. No importa que ahora los asientos sean más incómodos, que no haya cortinillas para quitarte el sol o que ya no pises suelos de moqueta.
Pero sobre todo querría agradecer mucho lo que pude vivir a los antiguos directivos de Renfe, a los políticos que permitieron que el ferrocarril fuese un transporte colectivo con un fin social, a los que estimaron que el bienestar de las personas estaba por encima del beneficio económico, a los que valoraban también el servicio regional, a quienes encomendaban al tren el transporte del correo, de los paquetes... en definitiva, a quienes realmente usaron su poder para tratar de darnos calidad.
Ahora inauguramos nuevas líneas de alta velocidad pero cada vez más gente viaja en autobús o se arriesga a sacar a la carretera un parque de vehículos en mal estado, porque no hay dinero para viajar en AVE.
Nos dejamos asesorar por oportunistas que ofrecen soluciones para canalizar la pérdida de mucho dinero público y ya ni nos escandalizamos cuando se cierran líneas, se suprimen servicios o se nos quitan prestaciones que se nos habían ofrecido.
Pueden quitarnos lo poco que nos queda de dignidad y seguramente seguirán con esta orgía de la Alta Velocidad a cualquier coste, pero no podrán hacernos olvidar a quienes conocimos otra forma de viajar en tren, con sus suciedades, sus atrasos, sus carencias, sus faltas de diplomacia, sí, pero salvando la diferencia tecnológica y generacional, muy superior al que ahora mismo se nos está dando.
Antes la RENFE era deficitaria y la culpa la tenía el personal (por lo que decían los periódicos). Ahora ADIF sigue perdiendo el mismo dinero, Renfe operadora solo saca beneficios en sus trenes más rentables y trata de ir cerrando el resto. Eso es lo que tenemos hoy.
Adiós, Estrella Costa Verde. Dicen que la historia va por ciclos. Ojalá viva lo suficiente como para volver a ver trenes como los que perdimos en estos últimos 15 años. Ojalá pueda volver a sentir lo que viví en esos trenes, sin tener que seguir tirando de nostalgia. No estoy pidiendo que vuelvan las máquinas de vapor, ni el Orient-Expres, sino los trenes que se crearon para que las personas viajasen... Vivieran donde vivieran.
Perdón por el ladrillo.