Linuxero
2015-01-04 18:44:12 UTC
http://www.elmundo.es/cultura/2015/01/04/54a855dfe2704e5d4a8b457c.html
LORENZO SILVA
Actualizado: 04/01/2015 04:11 horas
99
Es uno de esos acontecimientos que hacen callar todos los discursos,
salvo los de aquellos que son lo bastante frívolos o lo bastante
insensatos como para seguir opinando cuando la vida, con toda su
crudeza, nos conmina a guardar silencio.
He aquí la imagen más elemental y terrible: la lucha sin cuartel entre
dos hombres, y estalla de pronto, casi sin previo aviso, en el entorno
banal y cotidiano de un andén de cercanías. Uno de los hombres tiene una
placa que le da autoridad y la ejerce; el otro, desde la desesperación,
el rencor o la simple irreflexión, decide ignorarla e insultar al
policía. Eso desencadena el forcejeo, en el que quien tiene la autoridad
busca imponerla sobre el que ha decidido despreciarla.
Pero, a falta de placa, el insumiso dispone de la fuerza de sus brazos,
que decide usar sin contemplaciones. Agarra al policía y tira de él
hacia la vía, por la que en ese preciso instante se acerca un convoy
haciendo chirriar sus frenos. Lo que en ese momento pasa por la mente
del enardecido inmigrante es un enigma, para quienes asisten
horrorizados al incidente. ¿Acaso calcula que tendrá fuerza suficiente
para arrojar al policía a la vía y luego zafarse de él y esquivar el
tren? ¿Acaso cree que el policía reculará y eso le permitirá a él saltar
sin estorbos y evitar al tren igualmente?
El hecho es que, fueran cuales fueran sus cálculos, el tren los alcanza
a los dos, el policía muere en el acto y al inmigrante le salvan la vida
in extremis y lo despachan a la UCI donde tendrá que pelear a cara de
perro por salir adelante. Una vida queda sobre las vías a tan sólo 28
años de comenzar, sin que haya un motivo que alcance a explicar tan
desproporcionada pérdida. Otra queda deshecha, aun en el caso de que los
médicos logren salvarla. El inmigrante, que arrastraba algunos
antecedentes menores, es ahora un homicida al que, si vive, le espera la
cárcel durante una larga temporada. Quienes ven las imágenes se
preguntan cómo pudo desatarse semejante desastre con un detonante tan
insignificante como una simple identificación.
Y es aquí, ante esta pregunta, tan vidriosa como ineludible, cuando
algunos pierden una inmejorable ocasión para callarse. Lo que ha
sucedido es tan extremo, tan devastador y tan definitivo que lo último
que aconseja la inteligencia es apresurar las sobadas interpretaciones
habituales, pero hay quien no percibe las señales ni aun cuando son tan
clamorosas y evidentes. Así que alguno decide culpar de lo ocurrido al
excesivo celo policial en el control de los inmigrantes, como si fuera
justo que a un agente que sólo desempeñaba su labor se le haga pagar con
la muerte las molestias que las identificaciones suponen para quienes
van indocumentados. Tampoco falta quien de la tragedia saca una baza
para respaldar una política de más mano dura con la inmigración, como si
la reacción desmedida y violenta de un inmigrante autorizara la
violencia preventiva por parte de la policía contra cualquiera que no
tenga los papeles en regla.
A veces hay que dejar que el agua corra, sin quererla traer al propio
molino, porque lo que dice la corriente es mucho más trascendente y
misterioso que la opinión o la idea que cada cual tenga de las cosas. El
dolor por el muerto, el horror por el homicidio absurdo, son todo lo que
como humanos podemos permitirnos. Eso y la sensación de que en esa pelea
a muerte sobre un andén de cercanías aflora algo profundo y desdichado,
algo que no logramos erradicar de nuestra naturaleza, y que ningún
ingenioso comentarista, ningún propagandista de ninguna causa, va a
aquilatar en toda su cruel y amarga significación.
Tenemos un policía menos, o lo que es lo mismo, alguien menos para
defendernos y jugarse la vida por nosotros. Y un homicida más, o lo que
es lo mismo, un argumento más para recelar de esta condición que a la
postre todos compartimos.
LORENZO SILVA
Actualizado: 04/01/2015 04:11 horas
99
Es uno de esos acontecimientos que hacen callar todos los discursos,
salvo los de aquellos que son lo bastante frívolos o lo bastante
insensatos como para seguir opinando cuando la vida, con toda su
crudeza, nos conmina a guardar silencio.
He aquí la imagen más elemental y terrible: la lucha sin cuartel entre
dos hombres, y estalla de pronto, casi sin previo aviso, en el entorno
banal y cotidiano de un andén de cercanías. Uno de los hombres tiene una
placa que le da autoridad y la ejerce; el otro, desde la desesperación,
el rencor o la simple irreflexión, decide ignorarla e insultar al
policía. Eso desencadena el forcejeo, en el que quien tiene la autoridad
busca imponerla sobre el que ha decidido despreciarla.
Pero, a falta de placa, el insumiso dispone de la fuerza de sus brazos,
que decide usar sin contemplaciones. Agarra al policía y tira de él
hacia la vía, por la que en ese preciso instante se acerca un convoy
haciendo chirriar sus frenos. Lo que en ese momento pasa por la mente
del enardecido inmigrante es un enigma, para quienes asisten
horrorizados al incidente. ¿Acaso calcula que tendrá fuerza suficiente
para arrojar al policía a la vía y luego zafarse de él y esquivar el
tren? ¿Acaso cree que el policía reculará y eso le permitirá a él saltar
sin estorbos y evitar al tren igualmente?
El hecho es que, fueran cuales fueran sus cálculos, el tren los alcanza
a los dos, el policía muere en el acto y al inmigrante le salvan la vida
in extremis y lo despachan a la UCI donde tendrá que pelear a cara de
perro por salir adelante. Una vida queda sobre las vías a tan sólo 28
años de comenzar, sin que haya un motivo que alcance a explicar tan
desproporcionada pérdida. Otra queda deshecha, aun en el caso de que los
médicos logren salvarla. El inmigrante, que arrastraba algunos
antecedentes menores, es ahora un homicida al que, si vive, le espera la
cárcel durante una larga temporada. Quienes ven las imágenes se
preguntan cómo pudo desatarse semejante desastre con un detonante tan
insignificante como una simple identificación.
Y es aquí, ante esta pregunta, tan vidriosa como ineludible, cuando
algunos pierden una inmejorable ocasión para callarse. Lo que ha
sucedido es tan extremo, tan devastador y tan definitivo que lo último
que aconseja la inteligencia es apresurar las sobadas interpretaciones
habituales, pero hay quien no percibe las señales ni aun cuando son tan
clamorosas y evidentes. Así que alguno decide culpar de lo ocurrido al
excesivo celo policial en el control de los inmigrantes, como si fuera
justo que a un agente que sólo desempeñaba su labor se le haga pagar con
la muerte las molestias que las identificaciones suponen para quienes
van indocumentados. Tampoco falta quien de la tragedia saca una baza
para respaldar una política de más mano dura con la inmigración, como si
la reacción desmedida y violenta de un inmigrante autorizara la
violencia preventiva por parte de la policía contra cualquiera que no
tenga los papeles en regla.
A veces hay que dejar que el agua corra, sin quererla traer al propio
molino, porque lo que dice la corriente es mucho más trascendente y
misterioso que la opinión o la idea que cada cual tenga de las cosas. El
dolor por el muerto, el horror por el homicidio absurdo, son todo lo que
como humanos podemos permitirnos. Eso y la sensación de que en esa pelea
a muerte sobre un andén de cercanías aflora algo profundo y desdichado,
algo que no logramos erradicar de nuestra naturaleza, y que ningún
ingenioso comentarista, ningún propagandista de ninguna causa, va a
aquilatar en toda su cruel y amarga significación.
Tenemos un policía menos, o lo que es lo mismo, alguien menos para
defendernos y jugarse la vida por nosotros. Y un homicida más, o lo que
es lo mismo, un argumento más para recelar de esta condición que a la
postre todos compartimos.